Piropos que atosigan, que molestan, que intimidan.
Comentarios que no halagan, que no nutren el alma, que ni siquiera empoderan.
No te pedí tu opinión y me la diste.
No te doy respuesta, pero te reiteras. ¿Hasta cuándo?
Me invades mediante palabras y pienso, ¿por qué?
Me topé con mi vecino una tarde al salir de casa, era verano y yo llevaba unos pantalones cortos. Sus palabras al verme fueron: «os quejáis de ser violadas, pero vais así vestidas...».
Y llega la culpa: culpables por ir así vestidas, culpables de las pulsiones de los hombres.
Esta es la cultura de la violación, donde la mujer aprende, desde bien joven, que puede ser atacada y debe ir con cuidado, y si algún día sucediera, quizás tus familiares, tus miedos y la sociedad te culparían.
Y hablemos de la sexualización, el cuerpo del hombre se muestra y es correcto. Pero nuestras piernas, nuestros escotes y nuestro culo se sexualizan, se criminalizan.
De madrugada, una sala de baile. Se crea una distancia extremadamente corta entre un chico que se me acerca y yo. Un no-distanciamiento de enorme intromisión. Le rechazo negando con la cabeza.
Él me espeta, molesto: «que seas guapa no significa que debas ser una creída».
Y te tomaste la libertad de faltarme al respeto.
Y te tomaste la libertad de juzgarme.
Incluso hasta pensaste que tenías el derecho de hacerlo.
Hubo un jefe, yo tendría unos 27 años. Se dedicaba a rozar sus brazos en mis pechos al acercarse a mí, como de forma torpe o errónea. Tanto que al principio dudé de la naturaleza de su acción.
Él era un Hombre Importante.
Yo era sólo una subordinada, mujer y joven.
Él tenía todo el poder. Yo, por no tener, no tenía ni voz ni credibilidad.
¿Eran imaginaciones mías?
Mi compañero de trabajo sembraba la duda.
Y la credibilidad, siempre ligada al poder.
Y la dignidad, aplastada por el privilegio de clase.
Lo que no se identifica se mantiene invisibilizado, no existe, no se cuestiona, no se juzga, se perpetúa.